Pasó un fin de semana y aquel lunes, una profesora, luego de saludarme me hace un comentario de una crudeza casi irreal, un tren había arrollado a una joven, que estudiaba en el instituto. Algo sobresaltado le pregunté si la conocía y asintió afirmativamente. Para mí mismo me dije una lástima, ojalá no sea alguien que conocía. Con algo de temor inquirí al respecto, y pregunté si sabía el nombre de la víctima, ella asintió con la cabeza y me dió su nombre. Al escuchar el nombre, al menos por un momento no lo relacioné a nadie conocido, sin embargo ese momento fue demasiado breve, luego cuando reaccioné, era claro que conocía a la persona, fue profundamente doloroso comprobar de quien se trataba y más doloroso aún, que nunca más vería su sonrisa ni escucharía su voz. Era una atractiva, simpática y popular joven de tan sólo 20 años.
Desde aquel momento, la imagen de su recuerdo ronda mi mente y he de llevar una suerte de duelo por esta sensible pérdida.
Pasaron algunos días para que surgiera en mi mente nuevamente en forma espontánea aquella frase con la que desperté: "Nada hacia presagiar..."